Diez mil kilómetros
Con el tema de la crisis mi hijo está a diez mil kilómetros de mí casa. Mi esposa igual. Los tengo lejos, demasiado lejos, pero en el pensamiento los tengo muy cerca.
En casa, hay un aire que lo envuelve todo. Tristeza. Soledad. Silencio. Todo en su sitio y nada es igual. Los retratos, algunas prendas de ropa, juguetes olvidados, dibujos, estas cosas tiernas, que nos hace recordar a nuestros seres queridos, a nuestros seres amados, a nuestra familia y que por circunstancias criticas tenemos que buscarles un cobijo seguro, aunque sea a diez mil kilómetros.
Dos días antes de que partieran dimos un paseo, como otras veces, por la orilla de la playa. Lucía el sol. Mi querido Jordi se puso a jugar con la arena pensativo, su pena estaba conmigo y yo estaba con él. Hizo un pequeño castillo con sus diminutas manos, un pequeño túnel, por debajo, lo atravesaba. Yo le observaba junto a mi esposa. Los dos guardamos silencio, este silencio en el cual no hace falta decir nada, donde sobran las palabras.
De vez en cuando una gaviota sobrevolaba por encima de nuestras cabezas. Un velero surcaba el horizonte, en aquella línea donde se funde el cielo con el mar. Las olas, suaves, acariciaban la arena, sosegadamente, sin prisas, infinitamente. Nuestro Jordi seguía con su castillo, absorto, como si no estuviera presente. A veces exclamaba alzando la mirada: ¡Papá!¡Papá! ¡Un velero! Que hermosa palabra tan reconfortante poder escuchar esta palabra: Papá.
Quise detener el tiempo. Valoraba cada segundo como si fuera el ultimo de mi vida. Quería que el velero que vimos con mi hijo se detuviera en el horizonte y la gaviota se mantuviera estática en su majestuoso vuelo y que las olas dejaran de respirar su lento movimiento embriagada de espuma.
Pero mis pensamientos estaban en la distancia del día siguiente, esta distancia que nos iba a separar sin fecha de retorno. Yo tenía que soportar la violencia del destino, esta violencia del sentimiento y de la lejanía. Era el capitán, que no podía abandonar el barco, tenía que enderezarlo con el timón y hacer frente contra corrientes y mareas, llevándolo a buen recaudo. No había otro camino que la distancia del Pacífico, para calmar las aguas y el velero tuviera la posibilidad de retornar a su equilibrio y poder sortear un infierno de tormentas y de vientos. Diez mil kilómetros son muchos... demasiados, pero era el único camino que había, para no estrellarse contra las rocas.
He vuelto a la orilla, he vuelto, a buscar el castillo de mi hijo, he vuelto a buscar la gaviota, el azul del cielo... todo está igual y nada es igual. Las olas fundieron el castillo, se llevaron las pisadas de la arena... La gaviota y el velero no están donde debían estar. Seguí buscando por la orilla las pisadas de mi hijo Jordi y de mi amada esposa. Quería reencontrarme con mi pasado reciente, para ello busque sus huellas perdidas en la arena, sin darme cuenta que en mi alma estaban marcadas con el azul del cielo.
Con el tema de la crisis mi hijo está a diez mil kilómetros de mí casa. Mi esposa igual. Los tengo lejos, demasiado lejos, pero en el pensamiento los tengo muy cerca.
En casa, hay un aire que lo envuelve todo. Tristeza. Soledad. Silencio. Todo en su sitio y nada es igual. Los retratos, algunas prendas de ropa, juguetes olvidados, dibujos, estas cosas tiernas, que nos hace recordar a nuestros seres queridos, a nuestros seres amados, a nuestra familia y que por circunstancias criticas tenemos que buscarles un cobijo seguro, aunque sea a diez mil kilómetros.
Dos días antes de que partieran dimos un paseo, como otras veces, por la orilla de la playa. Lucía el sol. Mi querido Jordi se puso a jugar con la arena pensativo, su pena estaba conmigo y yo estaba con él. Hizo un pequeño castillo con sus diminutas manos, un pequeño túnel, por debajo, lo atravesaba. Yo le observaba junto a mi esposa. Los dos guardamos silencio, este silencio en el cual no hace falta decir nada, donde sobran las palabras.
De vez en cuando una gaviota sobrevolaba por encima de nuestras cabezas. Un velero surcaba el horizonte, en aquella línea donde se funde el cielo con el mar. Las olas, suaves, acariciaban la arena, sosegadamente, sin prisas, infinitamente. Nuestro Jordi seguía con su castillo, absorto, como si no estuviera presente. A veces exclamaba alzando la mirada: ¡Papá!¡Papá! ¡Un velero! Que hermosa palabra tan reconfortante poder escuchar esta palabra: Papá.
Quise detener el tiempo. Valoraba cada segundo como si fuera el ultimo de mi vida. Quería que el velero que vimos con mi hijo se detuviera en el horizonte y la gaviota se mantuviera estática en su majestuoso vuelo y que las olas dejaran de respirar su lento movimiento embriagada de espuma.
Pero mis pensamientos estaban en la distancia del día siguiente, esta distancia que nos iba a separar sin fecha de retorno. Yo tenía que soportar la violencia del destino, esta violencia del sentimiento y de la lejanía. Era el capitán, que no podía abandonar el barco, tenía que enderezarlo con el timón y hacer frente contra corrientes y mareas, llevándolo a buen recaudo. No había otro camino que la distancia del Pacífico, para calmar las aguas y el velero tuviera la posibilidad de retornar a su equilibrio y poder sortear un infierno de tormentas y de vientos. Diez mil kilómetros son muchos... demasiados, pero era el único camino que había, para no estrellarse contra las rocas.
He vuelto a la orilla, he vuelto, a buscar el castillo de mi hijo, he vuelto a buscar la gaviota, el azul del cielo... todo está igual y nada es igual. Las olas fundieron el castillo, se llevaron las pisadas de la arena... La gaviota y el velero no están donde debían estar. Seguí buscando por la orilla las pisadas de mi hijo Jordi y de mi amada esposa. Quería reencontrarme con mi pasado reciente, para ello busque sus huellas perdidas en la arena, sin darme cuenta que en mi alma estaban marcadas con el azul del cielo.
1 comentario:
Creo que en estas fechas uno esta todavía más melancólico que el resto del año, y te vienen a la memoria los recuerdos más dulces. Es difícil estar sin los seres más queridos, te entiendo, durante años he vivido alejada de la familia.
Me gusta lo que haces en el blog, contarle a tu hijo como va el mundo, pero escribe le algo alegre también. Un abrazo
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