LA PORTERA
Las porteras han desaparecido, apenas quedan unas pocas. Ahora, son hombres quienes ocupan su lugar y se les llaman conserjes.
Las porteras de antaño, vivían y hacían su trabajo en el mismo edificio. Guardaban el paso de la gente, interrogaba a los desconocidos y les preguntaba a qué piso iban, porqué y para qué. Barría la escalera, los patios, guardaba el correo, paquetes, en fin una ama de llaves, al servicio de todos y para todos. Esto sí, se les pagaba una cantidad, muchas veces irrisoria y voluntariosa de los propios vecinos. Estaba siempre a disposición de la comunidad, durante las veinticuatro horas. En la actualidad ya no existen porteras para todo y para todas las horas.
En casa de mi abuela, había portera. Una portera algo mayor, entrada de carnes, con un rostro de piel blanca y muy regordeta, de rostro y de cuerpo. Sus piernas eran pilares de cemento armado para sostener aquel cuerpo vigoroso y fuerte, macizo y lleno, de anchas caderas. Era, la señora Consuelo.
Cuando iba a visitar a mi abuela, saludaba la portera; siempre la veía planchando o cocinando o fregando. A veces la pillaba en plena comida junto a su esposo. Un hombre mas bien famélico y discreto, pulcro y cortés y poco hablador si la comparamos con su esposa. Trabajaba en una fábrica, vete a saber, después de tantos años, de qué. Los dos eran unas bellísimas personas, abiertas y de buen carácter. La mujer, como todas las porteras, con sus chismorreos. Lo sabia todo, de todo; claro está, de la vida de los vecinos, y a todos les tenía que contar alguna historia mientras barría o fregaba. Historias interminables que se repetían todos los días, todas las semanas, todos los meses. La Consuelo era mucha Consuelo.
La portera era el alma de los vecinos. No se podía entender la vida sin ella, servicial y atenta, siempre limpiando, fregando. Donde todo quedaba en un ambiente de un intenso olor a lejía.
Recuerdo que siempre llevaba la misma bata azul con flores blancas. A veces, en los encuentros esporádicos, me daba dos sonoros besos que estrellaba en mis pálidos mofletes, dejándome descompuesto ante tanta envergadura y sus fuertes abrazos. No tuvo hijos, quizás fuera yo, uno de estos muchachos que le hubiera gustado tener y el destino no quiso darle. Vete a saber.
Mis estudios impidieron visitar a mi abuela durante unos años. Pero cuando lo hice, me quedé con ella durante un mes de mis vacaciones escolares. Encontré la portera. La señora Consuelo. No era la misma. Ya no me reconoció. Me acerqué y le devolví aquellos besos que tan prodigiosamente me había dado en mi infancia. No hizo ningún ademán. Su mirada perdida lo decía todo en su lenguaje corporal. Estaba postrada en una hamaca, con el cabello blanco y lacio. Sus carnes habían desaparecido. Todo era un conjunto de piel apergaminada que dejaba ver las sinuosidades de sus huesos. Un cáncer se había apoderado bestialmente de aquel cuerpo macizo y lo convirtió en nada. Sus gritos de dolor, potente, desgarrador, se dejaba oír en toda la escalera. Su mente se había transformado como su cuerpo, llegando muchas veces a insultar a su marido o no recordándolo quien era. En otras, le decía que no sabia hacer nada, que no servía para nada, que era un inútil... Aquel hombre trabajaba todos los días de sol a sol para cuidarla, vigilarla, la bañaba... ya sin fuerzas, le cambiaba la ropa, hacía la comida y le daba de comer en la boca. Limpiaba la escalera, el patio con olor a lejía y guardaba silencio, un eterno y doloroso silencio de sufrimiento, mientras se oía la voz, casi de muerto, de la mujer increpando al marido a gritos. Así vivieron, arrastrando la enfermedad, durante varios meses, quizás algún año que otro, hasta que un día, el marido, murió. Murió sin hacer ruido, en silencio.
No supe nada mas de la mujer. Quizás fuera ingresada en un hospital y muriera poco después. Pero recuerdo aquellos sonoros besos en mis mofletes. Y su marido partió, antes que ella, en silencio.
Las porteras han desaparecido, apenas quedan unas pocas. Ahora, son hombres quienes ocupan su lugar y se les llaman conserjes.
Las porteras de antaño, vivían y hacían su trabajo en el mismo edificio. Guardaban el paso de la gente, interrogaba a los desconocidos y les preguntaba a qué piso iban, porqué y para qué. Barría la escalera, los patios, guardaba el correo, paquetes, en fin una ama de llaves, al servicio de todos y para todos. Esto sí, se les pagaba una cantidad, muchas veces irrisoria y voluntariosa de los propios vecinos. Estaba siempre a disposición de la comunidad, durante las veinticuatro horas. En la actualidad ya no existen porteras para todo y para todas las horas.
En casa de mi abuela, había portera. Una portera algo mayor, entrada de carnes, con un rostro de piel blanca y muy regordeta, de rostro y de cuerpo. Sus piernas eran pilares de cemento armado para sostener aquel cuerpo vigoroso y fuerte, macizo y lleno, de anchas caderas. Era, la señora Consuelo.
Cuando iba a visitar a mi abuela, saludaba la portera; siempre la veía planchando o cocinando o fregando. A veces la pillaba en plena comida junto a su esposo. Un hombre mas bien famélico y discreto, pulcro y cortés y poco hablador si la comparamos con su esposa. Trabajaba en una fábrica, vete a saber, después de tantos años, de qué. Los dos eran unas bellísimas personas, abiertas y de buen carácter. La mujer, como todas las porteras, con sus chismorreos. Lo sabia todo, de todo; claro está, de la vida de los vecinos, y a todos les tenía que contar alguna historia mientras barría o fregaba. Historias interminables que se repetían todos los días, todas las semanas, todos los meses. La Consuelo era mucha Consuelo.
La portera era el alma de los vecinos. No se podía entender la vida sin ella, servicial y atenta, siempre limpiando, fregando. Donde todo quedaba en un ambiente de un intenso olor a lejía.
Recuerdo que siempre llevaba la misma bata azul con flores blancas. A veces, en los encuentros esporádicos, me daba dos sonoros besos que estrellaba en mis pálidos mofletes, dejándome descompuesto ante tanta envergadura y sus fuertes abrazos. No tuvo hijos, quizás fuera yo, uno de estos muchachos que le hubiera gustado tener y el destino no quiso darle. Vete a saber.
Mis estudios impidieron visitar a mi abuela durante unos años. Pero cuando lo hice, me quedé con ella durante un mes de mis vacaciones escolares. Encontré la portera. La señora Consuelo. No era la misma. Ya no me reconoció. Me acerqué y le devolví aquellos besos que tan prodigiosamente me había dado en mi infancia. No hizo ningún ademán. Su mirada perdida lo decía todo en su lenguaje corporal. Estaba postrada en una hamaca, con el cabello blanco y lacio. Sus carnes habían desaparecido. Todo era un conjunto de piel apergaminada que dejaba ver las sinuosidades de sus huesos. Un cáncer se había apoderado bestialmente de aquel cuerpo macizo y lo convirtió en nada. Sus gritos de dolor, potente, desgarrador, se dejaba oír en toda la escalera. Su mente se había transformado como su cuerpo, llegando muchas veces a insultar a su marido o no recordándolo quien era. En otras, le decía que no sabia hacer nada, que no servía para nada, que era un inútil... Aquel hombre trabajaba todos los días de sol a sol para cuidarla, vigilarla, la bañaba... ya sin fuerzas, le cambiaba la ropa, hacía la comida y le daba de comer en la boca. Limpiaba la escalera, el patio con olor a lejía y guardaba silencio, un eterno y doloroso silencio de sufrimiento, mientras se oía la voz, casi de muerto, de la mujer increpando al marido a gritos. Así vivieron, arrastrando la enfermedad, durante varios meses, quizás algún año que otro, hasta que un día, el marido, murió. Murió sin hacer ruido, en silencio.
No supe nada mas de la mujer. Quizás fuera ingresada en un hospital y muriera poco después. Pero recuerdo aquellos sonoros besos en mis mofletes. Y su marido partió, antes que ella, en silencio.